jueves, 29 de enero de 2009

Llegada a Buenos Aires después de la estada en Tucumán

El Priapo de Pompeya

.
El martes 20 de enero de 2009

Me encuentro nuevamente en Baires. ¡Cómo detesto viajar en micro! Nunca duermo bien y son quinientas horas sentado; a la primera hora ya siento el coxis que cobra vida y se mueve independiente de la columna vertebral. Debe ser porque tengo las tres clásicas desviaciones en mi columna: sIfOsIs, lordosis, escoliosis.
Aunque esté achacoso, no puedo quejarme del todo de este viaje en particular puesto que recibí una compensación ante la incomodidad de mis nalgas en el asiento semi- cama. MMMmmm!!!! ¡No me quiero imaginar qué hubiese pasado si los asientos fuesen tipo cama!

Creo que lo que me sucedió ha sido positivo, no solo porque me ayuda a olvidar un poco a X, sino porque es parte de mi salida del capullo de represión en el cual estuve guardado durante años. Definitivamente deben ser estas salidas, este gustito por las fiestas y el baile, por las bacanales, las que me ayudan a ver las cosas de otra manera, desde un ángulo más liviano y no tan pesado.
Resulta que me tocó viajar con un muchachote que estaba bueno, bueno, buen mozón. Apenas observé que me tocaba sentarme a su lado, lo saludé sonriente, con esas sonrisas que dicen: “te quiero besar suavemente con mis labios hirvientes, hasta que me pidas lo más indecente


Él me devolvió el saludo. Acomodé mi bolso de mano en la repisa de arriba y me senté quedándome calladito un instante. Al poco tiempo me preguntó: “¿Este micro va a Buenos Aires?” Le respondí afirmativamente y pensé: “Caíste lindo, caíste en mis redes. Porque o sos muy inocente o ya me echaste el ojo, porque no me podés preguntar si este micro va a Buenos Aires ¿no preguntaste antes de subir? ¿Cómo te podés subir a un micro si no sabés a dónde va? Preguntaste porque me querés avanzar, te pusiste nervioso y me preguntaste una obviedad”.
Tenía este primer indicio, que luego comenzaría a darme respuestas.
Hablamos de nuestras vacaciones en Tucumán, de nuestras profesiones, de nuestra vida en Baires, etc. Por mi parte, cuando podía, le tiraba indicios de mi putez, ya que mi mente comenzaba a deleitarse con la fantasía que despierta el hecho de encontrarse con un chongo en el asiento de un micro de larga distancia.
¡Chongo! ¡Qué palabra! No puedo creer que esté hablando de putez, de Chongo, yo que nunca me animo enteramente a tirar la chancleta. ¡No puedo creer que utilice la palabra chongo para referirme a un muchacho! Bueno, muchachote. Nunca entendí por entero el significado de dicha palabra, pero no más ver a este pibe, no más escucharlo hablar, me salió del alma: chongazo.
Siempre trataba de guardar el mayor recato posible a la hora de aputazarme. Los indicios consistían en mirar y sonreír, tratando de fluir; que fluya la putez sin necesidad de sobreactuarla.
En un momento, cuando la charla se agotó, el muchacho se puso a dormir. Durmió de la tarde a la noche. Cuando las estrellas llenaron el cielo campero, vasto y oscuro, en ese momento despertó y yo, que estaba leyendo un libro, lo miré y le sonreí, obteniendo un saludo idéntico de su parte: una sonrisa que me mostraba sus dientecitos blancos, acompañando el desperezamiento de su cuerpo robusto, arqueando lentamente su espalda, para mi deleite.
–Dormiste mucho.
– ¡Mmmm!
–Después no vas a poder dormir.
–Ufff... mmmm...
–Cómo quisiera poder dormir como vos, en cambio me resulta tan molesto estar sentado tantas horas, que me inquieto demasiado.
–Mmmm… se nota. Pero por ahí te conviene quitarte las alpargatas que llevas puestas. Eso te va a relajar.
Después de hacer una parada de veinte minutos en una estación, después de haber estirado las piernas y volver a subir al micro para condenarnos otras tantas horas a la inacción, empezamos a conciliarnos con el sueño. Quien en verdad se amigaba nuevamente con el sueño era este muchacho, mientras yo simulaba entrar en sopor.
No pasaron quince minutos que comenzó una orquesta de ancianas a emitir sus ronquidos. ¡Qué melodiosos me parecieron aquellos gorgoritos! Los sentía como la música más armoniosa y acompasada que había escuchado hasta entonces, porque yo y mi vecino estábamos rodeados de abuelitas ingenuas. Muy pronto sentí el pie del muchacho sobre mi pie descalzado: se había acomodado, supuestamente en sueños, sobre su propio asiento y descansó su pie sobre el mío. No lo corrí, lo dejé allí, una parte de su cuerpo arriba de una parte de mi cuerpo, y comencé a mover los dedos lentamente para producir alguna especie de caricia. Por su parte puso los dedos de su pie como garras, atrapando mi pie, y de esta forma repetimos, más seguros y confiados, nuestros movimientos, permitiéndonos que nuestras extremidades más australes tuvieran sexo.


Después me giré para mirarlo y mis ojos se encontraron con los suyos que me miraban con sus párpados a medio abrir. Su mirada entornada, sus labios entreabiertos, su mano posada con suavidad sobre mi brazo izquierdo, me llevaron a rozar su pantalón con mi mano, donde noté como se había puesto. ¿Por mí te pusiste así? Pensaba yo, porque no me animaba a decir nada por miedo que alguno escuchara. ¿Por mí estás así? Y lo acariciaba en la pancita y en donde me guiara su mano, que había agarrado la mía y dirigía todos sus movimientos.
Me besó. Yo me perseguí mal y desistí, pero él, como buen chongo, me tomó de la nuca y me acercó a su boca. Me transó, mientras guiaba mi mano en la tarea de bajar la cremallera del pantalón.
Me hizo introducir mi mano dentro de su ropa íntima donde intimé con él. Entonces me soltó y yo seguí solito, al tiempo que me besaba cada vez más excitado.
Quiso que yo descendiera mi cabeza para que mi boca saboreara las delicias de un Priapo que crecía en mis dedos y que ya asomaba por fuera del pantalón con asombrosa rigidez. Sin embargo, a pesar de mis deseos y mis ansias, me contuve, y él terminó sacando una toalla donde descargó a la vez que me miraba. Yo lo miraba sorprendido, admirado. El guardó un silencio estoico. Luego guardó su toallita, me besó, dio media vuelta y se puso a dormir. Yo me quedé despierto con los ojos bien abiertos, hasta que por fin me cansé y pude también dormir.


A la mañana siguiente me desperté con el sol amaneciendo de mi lado. Miré los carteles de las autopistas: nos encontrábamos en San Martín, zona norte de Gran Buenos Aires. Acá, pensé, acá vive el Príncipe Leandro. Leandro, este es tu reino, en alguna casa de este reino, vive Leandro. Y venían a mi mente las imágenes del sol dorado de la tarde, en la que, aquella vez en los bosques de Palermo, lo encontré jugando con los cabellos rubios de Leandro.
Hablé un poco más con el muchacho que concluía su viaje en la estación de micros de Retiro. Nos pasamos los números de celular. Quedamos en vernos. Nos despedimos. Volvieron a mí las imágenes. Recordaba cómo ese cachorro de león me sonreía y jugueteaba a mí alrededor, enlazándome con sus brazos para no dejarme escapar. Andate, me decía, y en realidad quería decir quedate. ¿Dónde estará? Lo imagino feliz, junto a sus amigos. No sé dónde está.

No hay comentarios:

Publicar un comentario